viernes, 23 de abril de 2010

BUDA Y JESÚS



Mi amigo se convirtió al budismo. Le hizo bien, está menos nervioso que antes, menos materialista, más dedicado a los verdaderos valores.

No guarda ningún rencor hacia su pasado cristiano, sino compasión: “Yo entonces estaba en la oscuridad” admite. Actualmente se siente en un camino seguro que tarde o temprano lo conducirá a la iluminación. La iluminación se ha convertido en el objetivo de su vida y le otorga su sentido total. Aunque mi amigo se esfuerza – sin esforzarse – por aniquilar toda forma de deseo – fuente de todos los males - admite que esta seguridad de llegar un día a ver la luz es lo que le procura fuerzas para avanzar en este camino que es por momentos muy duro.

Mi amigo y yo intercambiamos a menudo nuestras experiencias comunes. Los dos habíamos tomado distancia frente al cristianismo. Ambos habíamos atravesado nuestros períodos de ateísmo. Fueron tiempos felices en que, por fin, nos sentíamos aliviados de toda traba para lanzarnos en la gran aventura de la libertad. Fuimos descubriendo todo un universo que se nos había ocultado, y hasta prohibido, el universo de los “otros”, de los que pensaban diferente. ¿Era ése el” fruto prohibido”? No lo sé, pero no le faltaba sabor.

Luego, después de muchos años, llegamos a sentirnos como huérfanos de algo, con la sensación extraña de haber perdido el centro o tal vez la raíz de nuestro ser. O el sentido de nuestra existencia. Volvimos a encontrarnos desganados y más bien vacíos. Fue entonces que mi amigo se encontró con el budismo y que por mi lado volví a emprender el camino del cristianismo, tratando esta vez de seguir mi corazón, o sea mi conciencia de persona libre, y ya no más el camino de los dogmas y de las normas. Esto, curiosamente, me condujo poco a poco a topar con el mundo increíble de los pobres. Esa experiencia me sacudió de pies a cabeza y me obligó a replanteármelo todo acerca de mí mismo, acerca de Dios y acerca de la vida toda. Allí aprendí pronto a perder mis ilusiones y a abrirme lentamente a lo verdadero.

Mi amigo seguía las enseñanzas de Buda. Se cuenta que Buda vivió varias vidas y que después de su última venida a la tierra, 500 años antes que Jesús, fue engendrado por un elefante blanco en el seno de Maya. Maya era una virgen casada con un rey. Estaba de camino cuando le llegó el tiempo de dar a luz. Bajó de su carroza, se ubicó bajo un árbol, se tomó de una rama y de repente nació el niño como una flor brotando de su costado.

Mi amigo seguía ya los pasos de Buda cuando le explicaron el nacimiento de su Maestro. Le pareció legítimo que le contaran lindas historias sobre el hombre a quién tanto admiraba. Con el tiempo comprendió que el elefante blanco no era un elefante blanco sino el símbolo de la Sabiduría de Dios. Buda había nacido de la Sabiduría de Dios. Pero ¿dónde puede encontrarse la Sabiduría de Dios sino en un corazón entregado enteramente a Dios? Maya era una mujer que todo lo esperaba de Dios y nada de sí misma. Quería un hijo y lo quería de Dios. Es por eso que se dice que era virgen: no había en ella lugar para la vanidad, o sea la nada. Todo su ser estaba vuelto hacia la Sabiduría como la flor hacia el sol.

La Sabiduría es así de maravillosa; atraviesa los cuerpos más opacos y los vuelve luminosos. Nada la detiene. Vuelve transparente todo lo que toca. Cambia el vil plomo en oro y al pobre en rey. Aunque no haya ley buena que no se inspire de ella, ella misma escapa a toda ley. Es infinitamente sutil y poderosa. No trastoca nada, irradia y transfigura. La sabiduría se instala en el corazón humano a la vez que lo trasciende. Desposa el cuerpo y la materia sin turbarlos. Así, como un raudal de luz, nace Buda del cuerpo de su madre.

El nacimiento de Buda viene a ser como el origen de su iluminación: Maya, la madre, es nada menos que el corazón de Buda que, habiéndose vaciado de todo, se ofrece para que la Sabiduría se hospede en él como en su casa. La iluminación es un nacer a la verdad profunda del propio ser.

Esta historia no es sólo la del nacimiento de Buda a su propia luz interior, es también la historia de los discípulos de Buda que han sido transfigurados por la sabiduría de su maestro y cuyos ojos y lenguaje no son más los de la carne o de la simple razón, sino los de la Sabiduría. El relato del nacimiento de Buda es asimismo la historia del encuentro de la Sabiduría con todo ser humano narrada con palabras que sólo puede entender el corazón enamorado de ella.

Y ¿quiénes pueden entender la lengua del Evangelio, si desconocen la de la Sabiduría? ¿Cómo entenderán los increíbles relatos sobre el nacimiento y la infancia de Jesús, sino los que han perdido todo con él en la cruz, han sido sepultados con él, han bajado con él al vacío de la más oscura noche para, de repente, sentirse traspasados por su presencia resucitadora en el aliento de su Espíritu? Anunciación, Natividad, Bautismo, Transfiguración, Resurrección, Ascensión, Pentecostés: ¡un solo y único misterio! Él de la Sabiduría entre los humanos, que traspasa todos nuestros vientres, todas nuestras paredes, nuestros muros, nuestras fronteras, desciende hasta el abismo del desamparo humano más profundo, hasta el corazón del absurdo, hasta la noche infernal para iluminarlo todo desde el corazón mismo de Dios. Misterio del Espíritu que todo lo recubre con su sombra, envolviendo como en una nube la gestación del ser hacia su realización suprema. Sabiduría que, aquí y ahora, está delante de mí, como un manantial de luz, esperando que mi corazón vacío, atormentado por la sed, se vuelva hacía ella y beba.

Por eso hablo del camino de los pobres. Es entre los pobres adonde he encontrado la impotencia, el desamparo, las puertas cerradas, la sed, la noche y es allí adonde he llegado a ver la verdadera belleza. Que si el mundo puede ser recreado, es a partir de allí. A partir de la nada y de la esperanza más loca de los pobres. De modo que todo es posible. Ahora mismo. Claro que es allí adonde el Reino se está pariendo.

Él, budista, yo, cristiano, ¿qué significan esas categorías? La Sabiduría no puede encerrarse en ninguna casilla. Él y yo somos hermanos.